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Tulipanes Negros

 

Por Claudia Hernández Ocádiz

 

Pasaba de la media noche cuando Virginia dejó caer el canasto repleto de ropa que acababa de planchar. Las comisuras de sus labios se contrajeron al igual que sus hombros cuando percibió una tenue luz filtrándose por el resquicio de la puerta de su recámara.

  Temblando de pies a cabeza suspiró profundamente y subió las escaleras de puntillas con su pesada carga a cuestas. Giró la perilla con suavidad y se asomó con sigilo. Una vieja y desgastada lámpara de hierro forjado con forma de cruz estaba encendida. Virginia ingresó lentamente sin dejar de observar las manchas negruzcas de moho que se habían formado en las grietas del techo de su habitación. Las mismas que Pancho le había prometido en repetidas ocasiones que arreglaría “luego”,  cuando tuviera tiempo.

–Ya tengo todo listo para mañana –dijo Virginia– recargando el canasto sobre su cadera. Pancho yacía inmóvil sobre la cama. ¿A qué hora está bien que ponga el despertador? –continuó ella– mientras recogía restos de comida y ceniceros nauseabundos esparcidos por doquier.

–¿De qué hablas? –gruñó Pancho– despidiendo una sonora flatulencia sin dejar de mirar la pantalla de su teléfono celular.

  Virginia guardó silencio. Sus ojos sombríos miraban callados al hombre con el que había vivido por más de veinte años. A aquel al que había seguido sin chistar. A ese que tenía los dedos de la mano bañados en grasa tratando de alcanzar un hueso de pollo que yacía sobre su prominente vientre, mientras que con la otra mano se rascaba impúdicamente la entrepierna.

  –Quedamos en ir de paseo a Mount Vernon, a los sembradíos de tulipanes. Solo queda este fin de semana antes de que las cosechen –dijo ella – con una voz suplicante, casi infantil. Me lo prometiste, ¿recuerdas? Con tanta lluvia y este denso cielo gris que parece no tener fin, un poco de color en nuestras vidas no nos vendría mal, ¿No lo crees?

  –Anda mujer, ya es tarde, no me vengas con cursilerías. Vamos a dormir. Ya luego hablaremos, ¿te parece? Ahora tenemos cosas más importantes que hacer, –rezongó Pancho– Su dedo índice hurgaba con insistencia residuos de comida de entre los dientes.

  –¿Y entonces? ¿Vamos a ir, o no?, –insistió la mujer.

  –Ya te dije que luego vemos –masculló Pancho acentuando cada sílaba con irónica lentitud.

  –¿Luego? ¿Luego, cuándo? Te lo he pedido por años ¿Qué te cuesta venir conmigo Pancho? –gimoteó ella–. Si quieres yo pago la gasolina y te invito el almuerzo. He ahorrado un poco –suplicó Virginia. Las palmas de sus lánguidas manos estaban pegadas la una a la otra como si trataran de un preso esperando ser liberado.

–¡Ya, ya, mujer! Deja tus cantaletas para después, –rezongó Pancho manoteando con rudeza como si con ello pudiera espantar los deseos de su mujer. Cientos de moronas grasientas salieron volando para caer sobre la ropa recién planchada. No entiendo por qué tanto drama –agregó– levantando la voz.  Si tuvieras tres centavos de agallas, te irías tu sola, ¿no? No sé qué les puedes ver a unos pinches tulipanes. Ni que te fueran a cambiar la vida. Entiende, solo son eso: simples flores. Ya te dije que luego te digo. Mañana pasan la repetición de la final del fútbol y lo quiero ver otra vez. Ahora ven y déjate hacer, jalándola del delantal que llevaba puesto hasta que la tumbó sobre su lecho. Vas a ver los colores que te hago ver  –le dijo– zarandeándola del cuello.

  Con el peso de Pancho sobre su cuerpo, quien jadeaba y sudaba con torpeza, Virginia cerró los ojos y permaneció inmóvil con el alma encogida. Se preguntaba si era cierto que existían tulipanes negros y cuál era su significado. ¿Pasaría lo mismo con los sentimientos de las personas? –pensó intrigada–. Unos instantes después Pancho se dejó caer a su lado. La sombra de una cruz proveniente de la lámpara se proyectaba en el agrietado techo. Un intenso olor a humedad, colillas de cigarro rancias y sus propias lágrimas fue lo último que la mujer inhaló antes de quedarse dormida.

  Al despuntar el alba había dejado de llover. De entre las persianas de la habitación se fueron introduciendo uno a uno los rayos de un sol sediento por seducir a Virginia por debajo de las sábanas. Con un haz de valor en la mirada y un puñado de miedos contenidos Virginia salió de la cama de un brinco, se enfundó en unos jeans y una blusa holgada, se ató una pañoleta al cuello y dejó a Pancho roncando para emprender su añorado viaje desde Seattle.

  Un molino rojo de aspas blancas que giraban a placer le dieron la bienvenida. Millones de tulipanes servían de alfombra a colinas cubiertas de franjas amarillas, rojas, moradas, blancas, rosas. La textura de los pétalos variaban entre los lisos y tímidos hasta los que semejaban labios ansiosos por ser besados. Unos pocos tulipanes negros acentuaban la belleza del lugar. Virginia corría de un lado al otro clamando por más danzando con libertad. Tomando fotos aquí y allá. Deseaba aspirar la esencia del lugar y contagiarse de su secreta vitalidad.

  –¡Qué hermosos tulipanes!, interrumpió una voz varonil a su espalda que paralizó su baile. ¿Me permites tomarte una foto con ellos? –agregó la desconocida voz–. Virginia se giró de golpe para conocer la identidad de quien le había provocado un electrizante tirón sobre la piel. El viento soplaba con ímpetu. El batir de alas de cientos de cisnes trompeteros sobre volaban los campos de Mount Vernon con dirección al norte dejando su canto al cielo. Fue entonces que la mujer se topó de frente con la cálida mirada de un hombre de aspecto provocativo y sonrisa celestial. El candor de sus ojos le recordó los rayos del sol que la habían despertado aquella mañana.

  Pasaron el resto de la tarde juntos hablándose al oído. Recorrieron de la mano cada palmo del cultivo. Permitieron que las tonalidades del valle les embriagara la piel y que los sonrojos de los tulipanes agitaran sus sentidos.

Esa noche, cuando Virginia llegó a su casa se detuvo unos momentos bajo el umbral de la puerta para contemplar el ramo de tulipanes rojos que traía consigo. Una gran sonrisa se dibujó en su rostro tan solo de recordar las sensaciones vividas durante aquella jornada.

  Entre la penumbra de la noche y sin dejar de sonreír Virginia pudo adivinar la señal a la que por tanto tiempo se había resignado acatar. Al entrar en su habitación apagó el interruptor, retiró la lámpara y se metió entre las sábanas.

–¿Lista? Preguntó un Pancho adormilado y con aliento pastoso mientras trataba de pellizcar los pezones de su mujer. Ella entonces le quitó la mano de encima con firmeza y se giró para darle la espalda.

  –¿Qué te pasa mujer? No me digas que no quieres.

  –No.

  –¿Nooo? –preguntó frunciendo el ceño. Y entonces, ¿cuándo?

  –Luego –contestó ella.

 

Sammamish, Washington

Marzo 08, 2018

Día Internacional de la Mujer

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Claudia Hernández Ocádiz.-  Escritora mexicana, fundadora y directora de http://www.khomparte.com/. Coautora del libro “Puentes” (2017) y ganadora del concurso “Poetry on Buses” en Seattle, Washington, 2017.

Es también conferencista, y mentora voluntaria de niños inmigrantes y refugiados desde el 2012, labor por la que fue galardonada con el premio estatal en Washington «Golden Acorn Award» en el 2016. Actualmente escribe para los periódicos La Raza del Noroeste y el Siete Días que se publican en el estado de Washington, E.E.U.U.

Becada por la Escuela de Periodismo Portátil con el patrocinio de la Universidad de Stanford  (2016), Claudia ha escrito y publicado crónicas latinas en colaboración con otros periodistas y escritores de origen hispano que radican en los Estados Unidos.

Desde 2017 forma parte de la Escuela de Escritura Ateneu Barcelonés, España, donde continúa capacitándose en aras de escribir su primera novela.