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Planeta Cheerrios

 

 

 

Por: Liz Magenta

 

En su mundo había edificios de colores vivos, atractivos, brillantes. Había aviones, autos, naves espaciales, dinosaurios.

Construyó casas, parques con juegos mecánicos que funcionaban gratis todo el tiempo. Lo dotó de todos los servicios existentes en su planeta natal: La tiendita, el parque skate, la pista de carreras de autos, una estación de policía, dulcerías, chocolaterías, tiendas de gomitas, de helado y jugueterías. Toda una tarde había permanecido en la construcción del nuevo territorio, el sitio donde depositaba sus sueños, donde su mente proyectaba imágenes de un mundo aparte, deleitoso, suyo y nada más.

Una vez que terminó de crear todo ese sitio lo habitó con objetos, personas y seres diminutos. Luchadores, soldaditos, súper héroes, policías, perros, resbaladillas, columpios, niños y niñas, robots, osos de peluche.

Cuando inició la vida se proclamó rey absoluto coronándose a sí mismo. Su primer mandato fue prohibirles la entrada a sus padres. Ellos eran el principal enemigo, siempre arruinando todo lo divertido. Los regaños y castigos quedaron fuera de su reino.

Su fortaleza estaba protegida dentro de sus propios límites. El planeta Cheerrios, (como lo bautizó) estaba a salvo.

Tan inmerso estaba en su creación que un buen rato estuvo aguantándose las ganas de ir al baño. Bailoteó un poco. Sintió urgencia. Colocó al fin el último bloque lego sobre la muralla. No pudo más y salió disparado.

Sólo le tomó unos minutos hacer pipí mientras canturreaba la canción de una caricatura. Pero cuando volvió, encontró un escenario devastado. El enemigo ingenioso, experto en técnicas militares, arrasó en segundos con todo. La ciudad deshecha, cada bloque lego acomodado en el empaque, cada muñeco dentro de la caja de juguetes, la muralla que con tanto esfuerzo levantara, había quedado arruinada, hecha pedazos en el contenedor de piezas sueltas. El enemigo estaba al asecho, era rápido e implacable, sabía aprovechar muy bien las distracciones de un rey para atacar, y dejaba siempre la misma huella, su olor, el delicado aroma que aún se disolvía en el aire.

Muy serio y molesto el pequeño rey refunfuñó, se despojó de la corona y de la capa, los arrojó sobre la cama, ¡el enemigo llamaba amenazante!

Arrastrando los pies mientras las botitas rojas de plástico chillaban, lavó sus manos para ir a cenar. Se sentó a la mesa. Miró indiferente a los padres, masticó las donitas crujientes de su cereal con leche, recargó una mejilla en la palma de su mano. Columpiaba los pies bajo la mesa. Masticaba. Probó el sabor dulce y surgió una sonrisa. Entonces el pequeño rey, comenzó a planear cómo hacer más resistente su siguiente mundo, sin antes rendirse al encantador perfume de su madre, o al delicioso cereal de su planeta natal.

 

 – Ciudad de Puebla, México –

 

Ilustraciones artísticas – Shaun Tan