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El Pescado ¡Lotería!/ Marcos Wanless

Primer Lugar Concurso Literario Seattle Escribe 2018
—¡El gallo! ¡Eeeeel gallooo –gritó el merolico, animando la sesión de lotería dominguera que jugaban los tatas, los viejitos, las carcachitas, las cabecitas blancas, a mitad de la plaza, bajo la deshilachada carpa blanca que les protegía del sol directo y del aire frío. A lo lejos, las frescas nevadas sobre los picos del Tepozteco, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl anunciaban majestuosamente el arribo del invierno.
¿El gallo? ¡Ah, chingá! El gallo, gallo–gallito, te quiero pa’ caldito –se dijo a sí mismo, murmurando en voz baja el Demetrio Bilbatúa, gañán de gañanes, padrote de otra era, pero no de esos Tarzanes “popis” que llegaban el domingo tempranito a la Zona Rosa o al Estarbox a tomarse un cafecito con leche. El Bilbatúa aterrizaba poco antes de mediodía, de nalgas o de frente, dependiendo del estado en el que anduviera en Don Caldo, changarro de dudosa pero emérita reputación ubicado en las entrañas del mercado central. Ahí, rodeado de otros borrachos, prostitutas, policías judiciales, ladrones y turistas (de los que venían a la capital por droga o cosas más prohibidas), ordenaba siempre lo mismo: una birria, dos Vickys (cervezas Victoria) y un tequila conmemorativo reposado (palo y piedra) —¡Venga, Hortensio, que nada más tengo medio día! –le gritaba al mesero, quien sin chistar respondía con efusiva cordialidad. —Sí, licenciado, ¡de inmediato! –provocando carcajadas en los comensales, que bien le conocían sus maneras. -Mire, compadre –le dijo un día el Síndico de los Estibadores, con respeto casi afectuoso -Usted sabe que es nuestro gallo, pero está imposible meterlo en la lista de los plurinominales. El secretario a huevo nos encajó a su sobrino, y del partido venían dos posiciones recortadas quesque pa’ candidatos directos del Presidente. También tuve que sacar a Olivares, que usted sabe ya le tocaba ser Diputado —¿Soy su gallo, Síndico? –le respondió el Bilbatúa al líder, que le venía con la mala nueva y ahora lo veía con terror —¿O más bien soy… pescado muerto?
–¡La dama! -Gritó fuerte el merolico (medio mamón) –¿La dama? La da muela, muele y muela, la damuela -parloteaba sin descanso, “la loca de la azotea” dentro la cabeza del Demetrio otrora mero mero metatero de la Iztacalco, la Guerrero y la Buenos Aires, barrios bravos de la capirucha azteca, del Distrito Federal, o como le dicen ahora la CDMX (¡Ah que la canción!) -¡Laaa daama! –reafirmó el merolico. En este terreno el Demetrio estaba muy cañón, amante profuso antes que delincuente comprobado, ladrón de casas y comercios, pero más que nada ladrón de corazones.
El Demetrio jugaba la carta romántica con todas sus conquistas, a diferencia del mentado Tigre de Santa Julia, que agarraba a las mujeres en su momento más débil, donde ya no podían resistírsele y luego de un breve delirio, su seducción mutaba a demanda infame.
El Bilbatúa también las pescaba de bajada, pero le gustaba que ellas solitas se derrotaran, que le demandaran su amor, que se descompusieran ante él, las llevaba a un lugar donde ya no tenían dónde esconderse, luego con paciencia viciosa esperaba que se le entregaran sin recato, por completo, total abandono, delirio desatado, y de ahí las bajaba al sendero de la perdición, donde acababan trastocadas para siempre. —¡Desgraciado, maldito, infame, mira nada más cómo me tienes! -y luego: —¡Pídeme, hazme lo que quieras, Papi, pero no me dejes nunca! Así le gustaba, y no aceptaba otra cosa hasta que le llegó una pepa de su mismo tamaño. Ya se lo había advertido su compadre y proveedor de sustancias psicotrópicas Don Memito Rossell –Hasta que te caiga una de tu misma envergadura y ese día vas a pagar con intereses, compadre -pero el Bilbatúa no hacía caso –¡Pues que venga, compadre! Aquí la esperamos pa’ cumplirle todos sus caprichos -respondía altanero y “quesque” con mucha seguridad y así, cuando menos lo esperaba, llegó el turno de la Dama vengadora, rubia como dicen los mexicanos, blonda como dicen los argentinos, de familia conocida fruto de la clase política post-post-revolucionaria: los tecnócratas, esos que, sin abandonar la vieja tradición revolucionaria, amasaron un montón de varo robando el erario nacional entre negocios financieros y no tanto (eso sí, con mucha técnica). Luego, se construyeron sus minimansiones allá por la carretera libre que lleva a Tetelpan, Altavista y al Desierto de los Leones, majestuosas edificaciones símbolos del ego infinito de sus propietarios, siempre dentro de vecindarios privados ocultos tras bardas fortaleza, accesibles únicamente a través de casetas de seguridad resguardadas por ex jardineros y mozos ahora con uniformes de guardias privados, seguridad de “petatiux”, protegiendo las casas-palacios de políticos: ratas y asesinos. Democracia “de a mentiras”, latrocinio y despojo “de a de veras”.
La primera puñalada emocional se la dio la güera (rubia, blonda) centradita en el pecho “sin querer queriendo” por el hecho de ser rica y de buena familia. Demetrio acostumbraba andar con chamacas de menor calibre social, pero la rubia era de su misma calaña y por esto calificaba para amante, pero también para esposa.
Como matador profesional, la rubia lo enfiló a enfrentar su destino de la misma manera que se alinea al toro al final de la faena. Ella, con la espada escondida bajo la capa carmín, provocando al animal sin recato, con gestos retadores, engañándolo arteramente hasta el punto de lograr su ataque. El toro provocado, atormentado por furia e instinto, se lanza al embiste lleno de noble bravura, sólo para ser sorprendido por la espada fría que le espera al final del recorrido y, sin posible alternativa, se la hunde en el lomo, profundamente, hasta rajarle el corazón.
Luego, para aumentar el castigo, la pinche vieja (la güera, la blonda, la rubia de categoría) se vestía con elegancia seductora, cautivando al Demetrio como la serpiente que hipnotiza al ratón antes de ponerle en su madre para después tragárselo completo -¡Hija de su “refrufísima mother!” -La rubia salía de su cuarto ataviada como supermodelo: pantalones de lino blanco que le redondeaban sus casi perfectas nalgas a la perfección, blusa Versace semiabotonada, estampada con símbolos imperiales de color azul, amarillo, plata y oro sobre material de seda que se le envolvía sobre los senos detallando su forma deliciosa, pezones siempre parados y amplias aureolas mostradas con descaro y seductora sensualidad, estilo femenino que lo llevaba a la locura. El Bilbatúa la veía venir como presenciando a una máquina de ferrocarril infernal, imparable, y él atado sobre la vía del tren, boquiabierto, hechizado por el bambolear de las tetas de la Güera meciéndose al ritmo de su andar, paso seguro, firme zancada, una tras otra sobre tacones Gucci, Prada o Jimmy Choo, tic-tac, tic-tac, resonando sobre las lozas de mármol blanco de Carrara a lo largo del pasillo, anunciando desde lejos la llegada próxima de la diosa güera a la sala de espera donde, desesperado, aguardaba Demetrio, cocinándose en su propio jugo, soñando, ilusionado por poseer a la Dama en ese instante y para siempre, hijos, casa, perro, todo el numerito. La güera parecía la pareja perfecta a la altura del gran Demetrio, el Bilbatúa, hijo de Odín y Quetzalcóatl, pero también hijo de puta.
A Demetrio le tocó ver como en película de tercera dimensión su derrota total, absoluta, pero no sería sentado sobre la butaca de algún cine. Presenciaría su capitulación desde el suelo, rebajado, malherido, observando a la dama observándole a él, Demetrio Bilbatúa, una víctima más de sus encantos rubios, blondos, güeros, otro hombre caído por consecuencia de su insensato mal haber, él tirado, ella viéndolo sufrir, sin compasión, sin lástima, la rubia segura de sí misma, demandante, dulcemente mortal.
Otra puñalada y una más: la Dama de sociedad tenía varios novios. De esto se enteró él por voz de ella misma —Demetrio: yo nunca digo mentiras –le dijo una tarde, como con gesto de amiga y compañera. ¿Era brutalmente honesta o perversamente cínica? A veces ella corría a contestar el teléfono al otro cuarto, luego le decía que nada podía hacer ante la insistencia de “esos hombres” testarudos, necios. ¿Víctima o victimaria? Ella le pidió que se casaran, él le iba a dar el sí, habían pasado algunas semanas de viaje juntos, ella ya estaba de regreso en la capital cuando de la nada le comunicó por teléfono (de larga distancia) que estaba comprometida y que se iba a casar con el otro galán.
Demetrio se dedicó a beber y así vio pasar el tiempo, el dolor que quería olvidar no era agudo, era insufrible. La rueda de la fortuna dio algunas vueltas y así una tarde de domingo se volverían a ver. A Bilbatúa le seguían punzando las heridas (puñaladas), que aun años después se dejaban sentir con añejo malestar. En esa ocasión la rubia bajó la guardia por un instante para recibir el gancho de KO, y entonces fue ella quien reventó a llorar, no se sabe aún si fue por culpa o por descuido. Siguiendo la misma tradición de todas las mujeres del Bilbatúa, la ex diosa blonda se le rindió totalmente, sin reserva, derrotada en lágrimas, pero él ya no estaba para consolarla.
La güera había resultado una pepa a su medida, el daño estaba hecho, lo dejó vacunado para siempre, imposible volverlo a enamorar. Muchas otras pagarían sin deber “esos platos rotos”. La Dama lo había dejado como pedazo de sushi: pescado crudo y emocionalmente muerto: pa’ ¡Sushingada Madre!

Por la tarde soleada y fría, en Tepoztlán seguía reteanimada la feria dominguera y el juego de lotería entretenía a los viejitos que participaban apresurados a completar lo más rápido posible el tablero con los monitos de la lotería. Al Demetrio luego se le olvidaba cómo regresar al asilo, o como le dicen ahora con más caché “la casa de la tercera edad” (¡No mamen!), pero casi siempre contaba con ¿Irineo? o ¿Idelfonso? –el cuidador que arreaba a los viejitos pa’ dentro y pa’ fuera del recinto, depósito de octogenarios con escasos recursos, donde todos los huéspedes llegaban para morirse. El Demetrio había vivido de más, esperaba “colgar los tenis” a los 80s, pero era de madera recia, de palo fierro, y ya andaba noventándole, la edad se le había acumulado sin avisar. Un día se dio cuenta de su vejez, pues en vez de orinar sobre el mingitorio del baño en el restaurante Bellinhausen donde comía, se sorprendió él mismo, pues sin darse cuenta meaba sobre el basurero cerquita del lavamanos. Los otros comensales que estaban usando las instalaciones no lo vieron con reproche, le miraron con lástima: cuando acabó tenía el pantalón y los zapatos chorreados de pipí, se le acercó un buen samaritano con varias hojas de papel, de esas recicladas color caca. Sujetándole con delicadeza del brazo le dijo: véngase para acá, abuelo, tome, límpiese con este papel el pantalón y los zapatos. –Demetrio se quiso aguantar la vergüenza al razonar lo que había hecho, pero se le alcanzaron a escapar unas cuantas lágrimas de sus ojos rojizos, que ahora se encontraban rodeados de piel arrugada, lunares carnosos, verrugas vasculares, manchas del hígado y dos grandes y tupidas cejas que parecían bigotes con pelos largos, blancos y obstinados creciéndole sobre la frente en todas direcciones.

—La Muerte -gritó el que sacaba las cartas –¡Chingado merolico! La calaca, la huesuda, dónde andas hija de la re-puta, mira nada más cómo estoy y ni así te apiadas de mí. –pensó Demetrio, que también tenía unos muertitos en sus manos. Imposible cuantificar qué tanto le cargaría el universo por ese detalle que no se le había olvidado y que tampoco se dejaba olvidar: debía tres vidas. ¿Karma o kermés? Quizás por lo anterior el destino ya le había dado una probadita del infierno: su gran amor fracasado, dinero y posición social perdidos, y ahora una longevidad que para otros sería bendición pero para él, de años atrás, era calvario. Pero Demetrio aguantaba vara: cuántas veces se puso el fogón calibre .45 en la boca, cartucho cortado, martillo extendido, y cuántas veces por igual le tuvo que echar un kilo de hombría pa’ no jalarle al gatillo. –Crézcase al castigo, ¡hijo de la chingada!, que su Dios todavía no le quiere ver de frente -le gritaba su conciencia. Luego, ya en el programa de borrachos anónimos, echó 12 pasos pa’ delante y por décadas anduvo arreando a otros que, igual que él, habían visto la salida del túnel sólo después de haberse metido en lo más profundo de su propio infierno.
En sus años de plata, el Demetrio Bilbatúa no tuvo casa propia, ni buenas chambas, nada material que presumir o atesorar. Andaba como saltamontes, viviendo con sus amigos y también con una parejita que por un tiempo lo asentó a su lado y así nunca le hizo falta casa, comida o cobija. De viejo, Demetrio se había dedicado a saldar su cuenta cósmica y algo le decía que estaba cercano a completar el pago. Ese sentir lo llenaba de paz y contentamiento, cosa que exclusivamente los que han andado por ese sendero pueden paladear.
—¡El pescado, elll peeescado! -Gritó el merolico. Otra vez parecía que el Demetrio se había quedado dormido a media sesión de la lotería dominguera. Ahí en el pueblo del olvido, espacio desterrado e invisible donde son lanzados los viejos que ya no quiere la sociedad moderna obtusamente enamorada de la juventud. –Órale, Idelfonso. Vete a despertar a tu jefe Demetrio, que anda babeando el tablero de los monitos -le dijo uno de los cuidadores del asilo a su compañero, observando de lejos al Demetrio, que parecía estar por caerse de la silla.
No hubo mucho aspaviento. Seguido ocurría que alguno de los residentes del asilo “estiraba la pata”, incluso mientras convivían en actividades sociales. Algunas personas ya se habían arrimado rodeando al cuidador, presenciaban silenciosos cuánto el joven luchaba por contener el llanto que le arrugaba la cara mientras sostenía al Demetrio por detrás, lo mantenía sentado en la banca, pero ya sin vida.
Demetrio Bilbatúa parecía en paz, faz relajada, boca abierta con algo de baba escurriéndole por la barba. –Ayúdame, Irineo. Arrímame la silla de ruedas y lo llevamos directo a la funeraria -el otro cuidador apresuró acatando las instrucciones de su colega, apreciablemente disturbado por la suerte del viejo.
Se abrieron paso entre la bola que se había formado alrededor. Transportaban con cuidado al ex cliente rumbo a su última morada. Un chamaco que estaba sentado frente a Demetrio tomó un frijolito para colocarlo en la figura del pescado, sobre el tablero donde jugaba el gran Bilbatúa completando así todas las casillas –¡Lotería, Lotería! -dijo el niño, en voz baja, pero nadie le hizo caso.

foto marcosEl Pescado. ¡Lotería! Por Marcos Wanless. Primer Lugar Certamen Seattle Escribe 2018 editado

Copyrigth. Marcos Wanless