Saltar al contenido

El pan de cada día

¡Qué privilegio es elegir cuándo trabajar, o no laborar! Hoy me voy a quedar en casa a saborear el aquí y ahora. Voy a leer el correo electrónico, mirar fotos en Facebook, leer, tomar un chocolate caliente y, desde mi refugio, ver a Seattle llorar como de costumbre. ¡Ay! Si ya estamos en mayo y no deja de llover. Bueno; no importa, porque yo no tengo que salir.
Suena el teléfono. ¿Quién me estará llamando? ¿Contesto o no? ¡Ah! Es Eugenia. Voy a ver qué historias tiene que contarme. En el ambiente jurídico, esa Eugenia se sabe la vida de todo mundo, desde los jueces, abogados, fiscales, intérpretes y todo el género humano que nos rodea.
—¡Hola, Montse! –Me saluda una tersa voz, con tono suplicante. —¿Me puedes cubrir en Redmond hoy, por favor? A la una de la tarde hay un caso en el calendario judicial de los reos. Por lo general, ese tipo de casos no dura tanto tiempo. Saldrías temprano de allí.
La oferta me tienta. La tranquilidad y el orden que ofrece la Bicycle Capital of the Northwest coinciden con mi habitual búsqueda de paz. Siento que me voy de excursión, sentada en el autobús, con mi libro en mano, y de paso me reúno con alguna amiga a tomar un café.
–Bueno, sí. Mándame todos los datos y allí estaré –contesto, entusiasmada–. Llego al tribunal. No termino de abrir la puerta de la sala cuando se me acerca un joven que denota dolor en el rostro. Se identifica. Dice que es hijo de uno de los reos sentados en la tribuna del jurado. —Por favor, señorita. Dígame si puedo hablar con mi papá, porque le llevaron su troca y no sé adónde ir a recogerla.
–Bueno, señor. Soy la intérprete. Esa pregunta tiene que hacérsela al abogado público de oficio que representa a su papá. ¡Ah; aquí viene! El abogado le comunica al hijo que acaban de asignarle el caso y que, por el momento, no puede darle una respuesta. —Lo único que puedo decirle es que voy a tratar de convencer al juez para que ponga en libertad a su papá.
–¿Puedo pagar la fianza? ¿Cuánto es? –Pregunta el hijo, esperanzado–. —No; no pague fianza, le aconsejo, ya que la Inmigración tiene orden de arresto contra su padre, y, aunque por este caso lo liberen, eso no implica que recupere la libertad. ¿Me comprende? Nada puedo hacer yo al respecto –contesta el abrumado defensor–.
El hijo del reo, cabizbajo, cuyos ojos vierten algunas lágrimas, se sienta a esperar que a su padre le concedan la libertad, lo cual, oficialmente –¡Oh, paradoja!– lo pondrá en poder de los oficiales de inmigración.
—Señora intérprete: Sígame, para hablar con mi cliente, por favor –exclama, apresurado, el abogado. El reo de cabello cano, mirada perdida y ojos ausentes, al oír sonidos extraños a su idioma, pero que sí puede descifrar, levanta la cara. —No sé por qué me agarraron. Yo no he hecho nada malo, señorita –dice, con entonación invocadora.
El defensor público, con la carpeta respectiva pendiéndole de la mano, le informa que una de las condiciones impuestas cuando el juez dictaminó la condena por el caso real de haber manejado bajo los efectos de bebidas alcohólicas era la de asistir a un curso informativo acerca del alcoholismo, y presentar pruebas, en el tribunal, de haber asistido ocho horas a clases. Usted no lo hizo. Por eso está aquí hoy.
–Pero, ¿cómo? Yo sí cumplí lo que me exigieron. Tengo la prueba del diploma de asistencia que me dieron en la agencia. Me dijeron que ellos iban a mandar al tribunal copia del diploma. —Pues, no han enviado nada. Para evitarse este tipo de problemas, habría sido mejor que usted lo presentara en persona –aclara el defensor, cansado de, tantas veces, oír esta misma historia, de boca de muchos de sus clientes–.
–Cuando el oficial me paró, no sé por qué lo hizo, porque yo no había hecho nada malo. No me facilitaron intérprete, ni nada. Yo no hablo inglés y no oigo por el oído derecho. Si me hubieran dicho que me arrestaban por no haber presentado ese documento, de inmediato lo habría yo entregado, porque lo llevaba en mi troca, pero se la llevaron, y no sé dónde está –explica, desesperado. ¿Puede preguntarles, por favor, dónde está mi troca?
—Haré lo posible para … –Sr. Smith: Lo estamos esperando para proseguir con la causa siguiente –prorrumpe el fiscal, haciendo que el defensor se disculpe y continúe con el caso sucesivo, sin haber terminado aún el anterior–. El desesperado reo se dirige a mí, haciendo la misma pregunta, como disco rayado, que nadie le ha respondido.
Me acerco al oficial que está de pie, vigilando a los reos encadenados, y le pregunto lo de la troca. Me responde que él nada sabe de eso. Otra oficial, que estaba oyendo la conversación, saca una tarjeta de presentación, se acerca a hablar con el hijo del detenido y le esboza una exigua esperanza.
—Yo sé dónde está la troca de su papá. Aquí está mi tarjeta, con mi número de teléfono. Llámeme durante horas hábiles y le daré la información completa. –Una estrecha puerta se abre en la vida de esta familia que hasta el momento no había obtenido respuesta a su petición.
El reo pasa ante el juez, quien lo excarcela formalmente para así trasladarlo, sin demora, a la custodia del gobierno federal. Le leo el fallo judicial y las condiciones impuestas para su ficticia excarcelación. En un papelito arrugado y sucio, el condenado me lo entrega indicándome que se lo dé a su hijo para que le informe a su esposa, quien no sabe nada de toda esta penosa adversidad. Con el papel en la mano me doy la vuelta, pero el hijo no se encontraba ya en la sala.
Una señora de edad madura que lo acompañaba me informa que el señor a quien yo buscaba había salido a hacer una llamada telefónica. ¿Por qué no me da el papel a mí, y yo se lo doy? –Me pregunta muy amablemente. Por mi mente pasan ráfagas de pensamientos opuestos. Estoy ante la disyuntiva de ceder el papel a esta señora, quien parece ser la mujer que el reo podría tener en este país, o negárselo.
¿Cómo sé yo si le va a entregar el papel al hijo para que llame a su mamá en México? No creo que le haga mucha gracia saber que quiere comunicarse con la esposa, que vive en el país de origen del supuesto infiel marido –pienso, sin decidir qué hacer. Ella me adivina el pensamiento, y, sonriente, me dice: yo no soy la esposa del reo. Soy la esposa de su hijo.
Suelto el papel, sintiéndome aliviada, pues aunque el fallo judicial favorable para proseguir el proceso no favorable haya truncado la vida laboral de esta persona en este país, por lo menos, los vínculos familiares seguirán sosteniéndolo en esta cuerda floja de la existencia.
Copyrigth. Montserrat Alvear Linkletter