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Destellos

 

 

Con las dos manos rodeando la taza blanca, sueña que ese café se vuelve un elixir que lo libre de las lánguidas penas llenas de resoplidos inútiles y que lo transporte a ese otro mundo de la tele donde la gente es feliz y ella le sonríe en carne y hueso.

Hoy, que se te acumulan las canas, andás por París y podés ir donde se te dé la gana, tanto que lo habías soñado. Ella nombraba tus canas, decía que le gustaban. Le hubiera gustado tanto andar por París.

Te gusta sufrir¿no?, se pregunta en un esbozo de sonrisa cómplice con el destino. El aire frío que entra distraído por una puerta lo había acomodado con un suspiro en ese asiento de soñado café parisino, en un intento por hacer más acogedora la tarde. El destello del sol que asoma entre dos edificios elegantísimos se cuela como buscando el ángulo exacto de proyección sobre un ínfimo espacio de la mesa redonda de mármol que se entibia enseguida.

Con ella hablábamos tanto de Europa, ¿te acordás?, Italia y Grecia, pero no París. Cada tres horas más o menos te preguntás si esto le hubiera gustado, si aquello le hubiera incomodado y escuchás su risa detrás de alguna decorada esquina. El sol, apoyado por instantes en el mármol, brilla un poco más sobre tu meñique.

Junto al sol otoñal llega la tibia murga de recuerdos que sabe bien que debe evitar y que, al mismo tiempo, disfruta bastante en una suerte de masoquismo inspirador. Siente que la abraza otra vez, con suavidad de bebé, para no lastimarla. El sol termina su ronda de mesa de café y sin avisar desaparece. Volverá, tal vez, mañana.

Se te aparece una vez más. La tenés sentada, junto al dedo del rayito de sol, tomando un té, como si siempre hubiera estado ahí. Otra vez, esa locura que no debe hacer nada bien. La mirás a los ojos, ahora toma vino tinto ―rojo, le decía ella― y apenas sonríe con un gesto suave de cejas, como cuando decía “no vayas a llorar de nuevo, éh”. Cuando tus labios se acercaron al borde de la copa y el dolor asomaba por las opacas grietas del pecho, te paraste en seco. Es que te acordaste que no habían brindado como era la costumbre.

Con el turbante, la breve marca de la cicatriz en el pecho y sonriendo comprensiva frente a él, la mira absorto; ella sabía que, aunque el tiempo había pasado, él lloraba a mares por dentro. Sin hacer ni un sonido movió los labios si abandonar la sonrisa hipnotizante como diciendo “dímelo” y él, inclinado como quien va a contar un secreto y con una voz que apenas sale, dice “tuve sol aquí mismo, anunciando tu visita”, que la quiere mucho y, en un susurro apenas, que “no voy a olvidarte”. Hace un movimiento mínimo, como si le fuera a tomar la mano, pero ya no está.

Inmediatamente, París te mostró las sombras como ojeras por debajo de las ventanas y, lento, te empezaste a ir del café parisino de mesas de mármol arrastrando el ruido de las cadenas que te cuelgan. Te sentías veinte años mayor con una pena que pesa tanto que no sabías de dónde salía la energía para arrastrarla. La calle era un camino bastante sinuoso y a vos, que me ves pasar por una elegante ventana, te iba a decir que ya sé que un día, después de la tempestad, siempre llega la calma.

Yo, que te veo pasar, pensé que no era necesario agregar nada al saludo con la mano, el tiempo ya pasará. Estás en París y cada tanto ella pasa por tus días a sonreírte por unos minutos.

 

Javier Wasserzug

 

Obra pictórica – Johanna Harmon