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De desapariciones y otras cosas

 

Por Carmelo González

 

I

La revolución de 1910 viajó en el tren y se bajó en tiempo de paz. La modernidad invadió los caminos con autos y los viajeros con olor a sudor y a oxidado desaparecieron de los vagones. El tren se quedó solo a través de los años, aunque seguía alertando al pueblo en el calor del medio día. La estación se iba asemejando a una cárcel de la época de Porfirio Diaz –una fortaleza de piedras talladas y líneas rectas. Los pasajeros que esperaban en ella disminuían, mientras los caminos de asfalto se multiplicaban. Las lagartijas nerviosas y las iguanas laxas se duplicaban en los amates centenarios que rodeaban la estación. Cada día se escuchaban menos voces en el que en otro tiempo fuera punto de destino de viajeros de toda la región.

II

Era un día de sol ardiente y cielo azul. De vez en cuando una nube aventurera avanzaba para perderse detrás del cerro de Santa María. Era el último viaje del tren que sirvió de transporte a las fuerzas zapatistas durante la revolución. Las balas y los morteros no lo detuvieron, pero ahora el canto de la modernidad lo había derrotado. Sus silbidos llegaron como potros corriendo por las calles empedradas del pueblo que fue fundado por nahuas y conquistado por españoles. Los moradores no tenían idea que era su última ruta.

El tren se descarriló cerca de la estación, como queriendo quedarse para siempre en ese cruce de calles. Tal vez deseaba volver a oler la pólvora que se confundía con la sombra de Emiliano Zapata, “el caudillo del sur”. Los vagones vacíos del gusano de madera y fierro yacieron impotentes sobre la tierra blanquizca.

Para las cuatro de la tarde la mayoría del pueblo se había enterado el incidente. Los niños jugaban libremente en las vías. Los perros merodeaban y se olían entre ellos. El viento cálido levantaba hojas achicharradas y polvo de vez en cuando. Un grupo de abuelas se hicieron presentes y con voz nostálgica cantaron “la adelita”, como un rezo en la iglesia cuyas paredes blancas conservan los orificios de balas de rifles treintas-treintas. La despedida llegó a su final cuando los innumerables voluntarios lograron montar las llantas de metal sobre los rieles oxidados. Las abuelas lloraron y con rebozo en mano despidieron al tren que fue parte de sus vidas. El pueblo adormilado se quedó atrás, en medio de buganvilias rojas, blancas y moradas.

III

Hoy, la mayoría de los moradores no se acuerdan de aquel día. Las abuelas ya descansan en el cementerio, cerca del camino sin rieles ni durmientes. Los entonces niños quizás vivan en caminos lejanos a los del tren descarrilado en su última ruta.  Acaso recordarán el día en que se detuvo violentamente sin muertos ni heridos en su camino cotidiano, para después desaparecer en el crepúsculo.