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Daniela es a lo lejos un árbol

 

 

 

Por Noé Vazquez

 

Ella es Daniela. ¿La han visto? ¿No? Tal vez deberían. Quisiera describirla: Daniela es alta. Es su rasgo fundamental. Es posible que la imaginación, que asigna supuestos y engendra valores, la haya colocado en una altitud literal y metafórica. Así es como me gusta verla: estratosférica. Se adivina árbol a lo lejos, y de cerca se impone, imposible ignorarla. Cuando saluda a alguien más bajo parece inclinarse, doblar su rodilla para hacer una reverencia. Vista de espaldas se puede suponer que hace una sentida recriminación a un subalterno, ese gesto me divierte porque parece una reprimenda; visto de costado, su saludo con genuflexión la ennoblece, uno piensa en la proustiana marquesa de Villeparisis hablando con algún campesino de sus heredades. Al inclinarse, parece condescender con el resto de nosotros, hombres cuya estatura a su lado es la de un hobbit. La he visto junto con alguno de sus enclenques y exiguos compañeros y no puedo evitar imaginar algún bajorrelieve egipcio donde la jerarquía del personaje tenía que ver con el tamaño de su representación en piedra. Imágenes alargadas que parecen decir, soy más insigne porque soy más grande.

Daniela es alta porque fue hecha para la vista y sus prerrogativas, porque es importante verla. Sin embargo, es tan joven que parece llevar su altitud con la torpeza de un traje reciente y estorboso que no le acomodara por completo. La imagino como una niña apresada en un cuerpo que no le corresponde. A veces pasa junto a mí cuando usa tacones altos, esto me causa un vértigo de nubes que amenazan con caer del cielo; me doy cuenta de la precariedad imponente de las personas considerables, como si al andar estuviera a punto de perder el equilibrio y a todos nos mantuviera en vilo pensando: «Qué tal si se cae». No debo ser el único que respire con alivio cuando la veo continuar su paso como si nada, como si previo a ello no hubiera conmocionado el infierno de nuestro desconcierto.

Casi nunca la veo sola, es frecuente que la acompañe una especie de séquito de compañeras y amigas que, curiosamente, tienen cierto parecido con ella. Son como Daniela pero en una escala menor, versiones ligeras, reducidas, para llevar y de bolsillo. Pienso que todas esas jeunes filles en fleurs forman un todo cuyas partes se unen y se desunen a conveniencia propia. Hay «danielas» ligeras que al unirse forman la «Daniela» de tamaño completo que yo acostumbro a ver como una comunidad de mujeres. Algunas veces, al verla de lejos con sus amigas, pienso que en vez de acompañarlas, las pastorea y las va dirigiendo en vaya usted a saber qué clase de campañas y diligencias. Siempre es posible saber si Daniela anda cerca: la anuncia la presencia de cualquiera de sus amigas que parece adelantarse a cualquier estancia para anunciarla, como un efectivo en viaje de reconocimiento del terreno que parece advertir: «Atención, pronto estará ella aquí». En avanzada o retaguardia, cualquiera de su séquito parece hacer un prolegómeno y un epílogo de su estadía en los pasillos, el área de los lockers y la sala de juegos.

La cara de Daniela es redonda, su piel es blanquísima. Cuando la miro, pienso en una madona gótica de piel perfecta que hubiera pintado Jean Fouquet. Ese rostro de porcelana se parece mucho a ciertas muñecas antiguas —de las que ella parece su modelo vivo y natural—, rollizas, con hoyuelo en el mentón y los antebrazos que las abuelas guardan celosas en los armarios —tal vez conscientes de su extraordinario valor— y que sólo muestran a los nietos favoritos, aquellos que han sido muy aplicados en el colegio. Daniela usa unos lentes de armadura de pasta negra que la hacen ver ensimismada en ideas profundas; sus ojos parecen pequeños y sin embargo dan la idea de adentrarse en un terciopelo castaño que puede hacerse más claro dependiendo de la hora del día, yo pienso que acercase a esos ojos es como una caída vertical por donde uno se despeña. Su cabello es ondulado, a veces se lo alacia y lo deja caer sobre una frente amplia.

Con frecuencia, cuando pienso en ella, me viene a la mente cierta anécdota de Elías Canetti, quien contaba que en su niñez, habiéndose enamorado de una de sus compañeras de colegio, terminó por olvidarla de súbito al conocer la madre de esta, que era como su versión completa y extendida en una mujer ya hecha y derecha. Canetti terminaría avasallado y subyugado por la presencia de esta mujer, apresado por el delirio cambiaría la muñeca petit por la grand, tal vez pensando que a mayor estatura, mayor mérito de la empresa.

Me han dicho que Daniela no es bonita, que es ordinaria. Allá ellos que no ven lo que yo veo. Es verdad que no tiene el cuerpo de una modelo, que puede estar un poco subida de peso, que en ocasiones puede parecer altiva, implacable y de mal carácter como una niña caprichosa y demasiado mimada por la vida, pero cuando veo ese rostro yo solo tengo ideas felices. Daniela es opulenta de pecho, es decir que esa parte de su torso es imperiosa a la vista, ahí se impone la generosidad y la inminencia del juego, en esos contornos suaves y firmes, la geometría hace sus alardes de espacios que se curvan y desafían la física. Estoy seguro que los hombres antiguos, salvajes cazadores y recolectores, en medio de las sequías, las heladas, la intemperie y el rigor de los elementos, imaginaban así a sus diosas: matriarcales, prósperas y nutricias. Ahí todo es abundancia, como una lujuriosa Alhambra personal donde manan las fuentes. En las provisiones de ese pecho se interrumpe con felicidad el tedio, en esas turgencias se descansa de la amargura y brutalidad de los elementos. Ese pecho es una parada de caminantes que sueñan con el regocijo de un regreso. Debe existir un paraíso posible, pasado y futuro, donde ese pecho marca la diferencia entre la risa y el llanto, entre vida y la muerte.

Los muslos de Daniela, enfundados en mezclilla stretch, son alargados y henchidos, su volumen sugiere un hechizo, formas privadas de felicidad que se adivinan. Hay algo de narrativo en ellos, se antoja interrogarlos. Ver cuando ella toma asiento en algún pouch y cruza las piernas para revisar su smart phone tiene algo de espectáculo de degustación lenta y prolongada. Hay que distender la vista para observarlos, frenar el ansia de futuro y de sucesos. Hay que verlos en cámara lenta apenas atisbando el infinito que proponen cuando los recorres con la mirada. Me obligan a pensar que, alguien, no lo recuerdo, dijo que las piernas representan una forma visible de aristocracia, el título nobiliario con el que algunas personas se presentan, la ostentación de un privilegio. Las piernas de Daniela, enfundadas en leggins opacos negros y vestimenta con falda corta cuando la intemperie, la amenaza de tormenta lanza peligrosas ráfagas, provoca intempestivas miradas furtivas de los solteros que la codician, que anhelan convertirse en viento y arrebatar —como un rapto, como un cataclismo sin remedio—su atuendo y reventar la cerradura de ese infinito que representa. En su henchida estatura, invita al esfuerzo y a una muerte feliz por la escalada y el agotamiento, sepultados en esos ojos, los solteros quedaríamos a medio camino, suspendidos en la enunciación de un cumplido, un saludo apenas esbozado, la búsqueda de miradas como dádivas ocasionales que su generosidad repartiría con cierta prudencia. Pensándolo bien, Daniela es como Dios, y uno hasta quisiera ser creyente.

Algún día voy a dejar de ver a Daniela, pero de alguna manera seguirá conmigo un tiempo: rumor de aguas y olor a pino al cerrar los ojos y pensar en ella. Memoria tenaz como un rescoldo de feliz procedencia, un aire fresco que pasa ocasional por las lagunas de la remembranza. Estará ahí en medio del dolor de la enfermedad, los achaques, el peso inclemente de los años, las odiosas visitas al médico, el hálito podrido y vetusto de mi presencia, la debacle de mi hombría que con los años me convertirá en una sátira de mí mismo. Momia posible, los recuerdos se harán ocasionales, intermitentes. La nombraré de vez en cuando más como una triste historia aleatoria que como un anhelo o un bien presente.

Me sorprende que no todos conozcan a Daniela, que no la vean como yo la veo. ¿Ustedes la han visto? ¿No? Tal vez deberían. Me sorprende que Daniela no sea eterna, que no la conozcan los gendarmes, los curas, los carpinteros, los albañiles, los tenderos, los usureros, que no sea una especie de plegaria en los labios de los indigentes. Sé que los años la van a exterminar lentamente. Eso, por fortuna, nunca lo veré. Daniela será un distinguido cadáver de hermosos y elongados huesos. Tal vez su rostro termine siendo el de una muñeca triste y exangüe, un cuerpo inerme y derrotado, un despojo de gelatinas y calcio a punto de corromperse. Sus nietos y bisnietos la despedirán con un beso en sus nobles sienes. Entrará en el incinerador y se convertirá en un recipiente ecológico que albergará el retoño de un vegetal posible, la ensoñación de un árbol de ideas aristocráticas, digamos, un sauce o un ahuehuete. Los nutrientes ricos en fósforo y otros minerales de lo que alguna vez fue ella, alimentaran a través de los años las mocedades del tierno árbol que crecerá poco a poco. Será testigo de muchas estaciones, habrá de ser mecido por las ráfagas y las inclemencias de la intemperie, de un viento que buscará ser más viento todavía para arrebatar sus ramas con violencia, como un cataclismo necesario.

Largo como es, el árbol inclinará la generosidad de sus ramas tal vez condescendiendo, como recriminando la vegetación circundante, gesto que parecerá de gran delicadeza a los ojos de todos. Sus frondas crecerán, se volverán insignes refugios de pájaros, los ancianos lo mirarán con respeto preguntando sobre tiempos pasados, que como todos sabemos, siempre mejoran con los años. Un poeta lo conocerá y hablará de él en alguno de sus poemas, y habrá de interrogar su ramaje mecido al viento y sus arrullos a los pájaros, pensando que tal vez el árbol calla queriendo decir algo, casi a punto de revelar todos sus misterios. Será un tipo de árbol capaz de provocar un vértigo que, de mirarlo, pensarán que está a punto de caerse. Los viajeros que se acerquen al paraje serán alertados de su presencia por una parvada de sanates. Alguien, no sabemos quién, podrá mirar un árbol a lo lejos mientras se acerca inexorable una tormenta. Vamos a imaginarlo. El árbol parece caminar, acercarse a nosotros, las primeras gotas de lluvia lo hacen parecer borroso, difuminado a lo lejos es una querida presencia, una silueta con forma de mujer alta y elegante, caprichosa y altiva que ora parece avanzar ora parece detenerse, la vegetación circundante parece acompañarla como verdes trazos apresurados que forman un séquito. Nadie sabrá que hubo un tiempo en el que ese árbol era parte de un mezquino sueño que miraba, de una mirada que se desbordaba para apresar, para reclamar un lugar merecido en la tierra, de una mujer que robaba la atención de los solteros, en un arrebato de mirar sin pensar las consecuencias.

 

 

– Ciudad de Puebla, México –

 

 

Arte ilustración – Christian Schloe