Saltar al contenido

BLUSA BLANCA

 

 

Por María de Lourdes Victoria

 

La señora Joan está dispuesta a tolerar que Aurora siempre llegue tarde, que no sea capaz de sacudir el polvo que empastela las repisas, que no doble las orillas de las sábanas al tender las camas y que, ni por error, levante la alfombra para trapear el bendito piso de mármol. Pero eso de que saque la ropa de la secadora y la aviente a la canasta sin doblarla, eso de que le importe un comino que los suéteres se hagan nudos y los pantalones chicharrones, eso sí que le hierve la sangre. Porque la ropa arrugada, por mucho que después se planche, arrugada queda. Y ella, toda una ejecutiva del despacho más importante de abogados, no puede permitirse el descuido de andar con una falda fruncida cubriéndole el trasero. Tampoco puede andar perdiendo el tiempo atendiendo labores domésticos. Para eso le paga la fortuna que le paga. Para que planche la ropa como Dios manda. Y aquella, en lugar de besarle los pies por darle ese trabajo que muchas otras mexicanas ilegales ya quisieran, ahí anda, haciéndole la vida de cuadritos.

Aurora no volverá a trabajar en casa de la señora Joan. Al terminar su día, cuando se despide, la patrona le entrega un sobre que contiene el resto de su quincena. También le da una bolsa negra de plástico, llena de ropa.

-Ni te molestes por regresar mañana, my dear -le dice, con ese inglés suyo que Aurora apenas si entiende. -Y si no quieres esta ropa, regálala. Ojalá y te diviertas planchándola.

En el camión de regreso a su casa, Aurora abre la bolsa y descubre la misma ropa que dejó secar a la intemperie. Le dio miedo meterla a ese aparato tan elegante y complicado de la señora. Nunca entendió bien cuál de todos los botones había que apachurrarle y temió que la ropa se le encogiera. Tampoco quiso volver a preguntarle a la doña, por eso de su mal carácter. Se pone brava cuando Aurora no le entiende. “Tienes que mejorar ese acento”, la regaña. “Estás en este país, aprende a hablar como la gente bien, no entiendo ni media palabra de tu spanglish”.

Aurora lleva meses yendo a la iglesia a tomar sus clases para aprender  a hablar como la gente bien, pero sobre todo, para darle gusto a la patrona. Dos veces por semana, los lunes y los miércoles, se encamina con la vecina, otra norteña, a la parroquia de Santa Luisa, donde una viejita cariñosa les explica el enredo que es ese idioma. Van después de alzar la casa y de acostar a niños. Van, pero sólo cuando los maridos andan de buenas. El problema no son las clases, sino la tarea. Cada vez que Aurora se sienta a estudiar el vocabulario, se le cierran los párpados y se duerme. Pero lo peor no es el cansancio, sino ese coco suyo que no da pa’ tanto. En México, nunca la mandaron a la escuela. Pero ahora…ahora ya nada de eso importa. La señora Joan la ha corrido del trabajo. Eso le pasó por ser una burra. Y por andar de floja.

Aurora se baja del camión y camina las diez cuadras a su casa. La bolsa pesa como un demonio. Avanza despacio, turnándosela de brazo en brazo. La tarde cae, la lluvia arrecia y a la sexta cuadra se detiene para descansar los pies que se le hinchan como tamales de puerco. En la siguiente parada de camión se refugia del agua bajo un techito. Sentada en la banca vuelve a abrir el bulto y con más calma, examina cada una de las prendas. Hasta abajo, encuentra esa blusa de la señora que tanto le gusta. Es blanca, suave y tiene una etiqueta que dice Liz Claiborn. Por impulso, se quita el abrigo y se la pone, encima de su vestido raído. El encaje de las mangas es hermoso, como los son esos botones de perlas. La blusa huele a perfume caro.

El camión se atrasa y cuando por fin llega a su casa, su marido la encara, enojado.

   -Otra vez llegas tarde- le grita y después-, apúrate mujer que tenemos hambre.

El marido de Aurora está dispuesto a tolerar que su mujer tenga la casa echa un muladar, que no sepa guisar una triste olla de frijoles, que no cuide bien a los niños que ahí andan, como animalitos salvajes, corriendo por toda la vecindad. Todo eso le tolera, y aún más. Su mujer lleva meses sin abrirle las piernas. Noche tras noche rebuzna que le duele el cuerpo, que anda cansada, como si él mismo no se partiera la madre trabajando en ese infierno que es la pescadería. A él sí que le duele el cuerpo cuando regresa, hediendo a pescado podrido. Aún así, todo le perdona, hasta sus desaires, pero lo que sí ya no está dispuesto a tolerar, lo que sí no soporta, es que su mujer no tenga ni un poquito de orgullo. Porque eso de colgarse encima los trapos usados de su patrona, como si fuera una limosnera, o como si no tuviera un marido que la mantuviera, eso sí que lo encabrona. Además, como dice el dicho: Aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Y la mona, ahí parada con ese trapo caro, en lugar de mostrarse agradecida con él, por todo lo que buenamente le ha dado -porque son pobres, es cierto, pero nunca les ha faltado nada- ahí anda de presumida, luciendo esa limosna, segurito para coquetearle a alguien, segurito para regalarle las nalgas a quién sabe quién, porque a él no, eso es un hecho. Seguro por eso siempre llega tarde, la muy putilla, por andar empiernándose con algún patán en cada esquina.

Aurora no volverá a ver la blusa blanca. Su marido, hecho un energúmeno, se la arranca. Dos botones de perlas ruedan por el suelo. De un jalón, le arrebata también la bolsa de plástico, desgarrándola. Cuando sale de la casa, azota la puerta y las ventanas retiemblan. Pronto, el escandaloso rechinar de las llantas de su camioneta pick up, advierte a los vecinos que hoy es otro día de esos, que mejor cierren sus persianas, sus puertas, que mejor ni se acerquen a menos que quieran mamar la punta de su escopeta. Cuando llega al depósito del Good Will, embarra los frenos en el pavimento, se baja del coche y arroja el bulto dentro del vagón verde. De puro coraje, le da una patada, de remate.

La blusa blanca aterriza sobre una lámpara destartalada.

Jacinta Mextzin se regresa a México mañana. Le han dicho que la migra está alzando muros a lo largo del río y ella ya no está en edad pa’ andarse encaramando a ninguna barda. Ayer pagó por su pasaje en camión. Le dolió desprenderse de los benditos billetes benditos por ella tantas veces, cada que los recibía, cuidadosamente enrollados con una liga. Cinco años de arduos esfuerzos y sacrificios llevaba ahorrando para pagarle al coyte, ese hombre con ojos de buitre que mejor no quería recordar.  Hombre que debió haberla ayudado a traerse a su hija Lupita al Norte y en cambio, justo cuando los ahorros se ajustaban al precio, ahora resultaba que tenía que gastárselos pa’ echarse pa’ tras. Pero pos así es la vida, sólo Dios sabe por qué hace las cosas. “Su hija tiene un cáncer” -dijo el doctor-, “y antes de que la separen para siempre, señora, con esa barda o con algo peor, Dios no lo permita, más vale que regrese usted.” Por eso, Jacinta se regresa a su rancho por el mismo rumbo que la vio partir. Lo único que Jacinta le pide a la Santísima Trinidad, es que no se lleve al cielo a su Lupita todavía. Déjeme darle su bendición, Señor misericordioso, le reza al Omnipotente, orando otro Padre Nuestro.

En la tienda de Good Will Jacinta encuentra la blusa blanca de Aurora. Se la prueba, es suavecita y huele bonito. Es talla “M”. Justo la talla de Lupita. Se imagina a su hija, de blanco, las trenzas negras reposando sobre las solapas. Entonces cuenta la morralla en su monedero y ve que sí. Que le alcanza.  Un dólar para la blusa y cincuenta centavos pa´ sus dos camiones que la llevan de vuelta al trailer que comparte en Whitecenter con su sobrina Herminia.  Jacinta se baja en la última parada con su bolsa de papel que dice Safeway. La tarde cae, la lluvia arrecia y cuando por fin abre la puerta y se refugia dentro de la casa, su sobrina  la encara y la regaña. -Ahí anda uste’ tía, comprando más tiliches,- le grita, aventándole un morral atiborrado- ora a ver a donde mete uste’ eso, con todo lo que hay que cargar. Ni crea que el camionero la va ayudar, aquí no son como allá. Aquí no hay mulas.

La sobrina le ha aguantado todo a la tía Jacinta. Le ha aguantado sus ronquidos, sus achaques de viejita amargada y sus mocherías de inciensos, velas y rosarios a toda una colección de vírgenes y santos, que para qué le han servido, quisiera saber. Para nada. Todo le ha aguantado Herminia por respeto a sus canas y por eso de que ahora se le muere la hija a su tía. Pero lo que sí ya no está dispuesta a tolerar, ni un minuto más, es el que la chocha la ande criticando por la manera que se gana la vida. “Pídele perdón a Dios, m’ija, -le dice todos los días- hay otras formas de corretear las tortillas”. Así la critica, como si la vieja fuera mejor que nadie. “Cualquier trabajo es digno, señora -le ha tenido que revirar Herminia-, hasta eso de ser puta. Y pa’ que se lo sepa, Dios no tiene por qué perdonarme, lo hago por necesidad y eso no es pecado. Así que ni se persigne uste’ porque además, de no ser por mis puterías, no habría tenido  dónde vivir o qué comer o con qué pagar al comionero, pa’ que la devuelva a su rancho.  Los miserable veinte dólares que le pagan a uste’ al día, por correr tras mocosos chorreados, no le alcanzarían ni pa’ llegar a la esquina”.

Lupita no vestirá jamás la blusa blanca de Aurora. Cuando Jacinta por fin atraviesa el puente del arrollo, justo a las afueras de su pueblo, a medio kilómetro del rancho, se encuentra con su nieta María.  La nieta restriega ropa sobre una piedra y cuando Jacinta repara en los listones de luto que trenzan su espesa cabellera,  sabe que ha llegado tarde. María levanta la vista, descubre a su abuela y corre a su encuentro. Jacinta envuelve en sus brazos a su nieta y le planta en la frente sudada aquella bendición que ha traído cargando para su hija. No tuvo que agacharse para dársela. María ya no es una niña. Es una joven linda, alta, idéntica a Lupita. La abuela saca del morral la blusa blanca y se la entrega. Es justo su talla. María nunca ha tocado una tela tan suave y tan perfumada como ésta.

Octavio Reynoso le aguanta todo a María porque jamás se ha topado con una chamula tan apetitosa como ella. Fue por eso que aquel día que la india se presentó a la maquila a pedirle trabajo, la contrató al instante. Le valió ‘madres’ que la chamaca apenas si hablaba Español y le importó un comino que se hubiera presentado a su oficina sin previa cita en huaraches y huipil, envuelta en un rebozo que hedía a caña quemada. Bajo el bordado de la burda tela, Octavio adivinó esos melones jugosos y supo que nadie antes los había mordisqueado. Ahí mismo decidió adueñárselos. Desde entonces, Octavio le ha aguantado todo a la chamula: el que llegue tarde, el que reviente el hilo en cada costura, el que coloque mal los botones, el que no precise los pliegues de las pinzas. Pero lo que no tolera, lo que le hierve la sangre, es que cada vez que ha querido cobrarse esos descuidos –con un pellizquito inocente o con una hurgadita rápida a su cosita linda bajo la falda- la María ha reaccionado como si fuera una dama de sociedad y no la criadilla que tiene la suerte de ser su empleada. No. Octavio no está dispuesto a tolerar ni un instante más su desaire. Quien sabe qué se cree, la chamaquilla, pero ya es hora de ponerla en cuatro y amansarla por detrás, porque solo así entienden las perras malagradecidas, como ella. En él está educarla, enseñarle a respetar, a aceptar su lugar en la maquila, aunque al principio rezongue. Así son todas. Ya después, cuando le agarran gusto a su indomable animal, no hay cómo bajárselas de encima. Pinches viejas calientes.

María no volverá a coser una blusa más en la maquila. En cuanto su mano temblorosa zurce la última punzada que une la etiqueta de Liz Claborn a la blusa blanca -una blusa idéntica a la que le trajo su abuela Jacinta del norte y que justo hoy ha estrenado-, se levanta de la silla, se encamina a la oficina y cobra su última quincena. Huye del edificio sin mirar atrás.  Llorando. En el camión, rumbo a su rancho, María se jala la blusa por debajo de su poncho, abre la ventana y lanza al viento esa prenda blanca, suave y perfumada que hasta el día de hoy, ha atesorado. La tela se abre y revolotea, papalote que, por un instante, asemeja una paloma blanca. Poco a poco desciende, zigzagueando, perdiéndose en el sembradío de maíz. La vastedad del campo, color paja, se abre y envuelve al trapo sucio, desechado, sin etiqueta. Una prenda más expuesta al sol, a la lluvia y el sereno.

 

– Seattle, Washington –